Es como andar por la calle y sentir que
no estás viva, como si tu alma (si es que existe) y tu cuerpo fueran
por diferentes caminos.
No sé si me explico.
Si lo importante es el interior, sólo
encontrarás huesos que son el soporte de un cuerpo, famélico de
tantas quimeras y ya sediento de tantas de aspiraciones
inaccesibles.
En mis costillas ya se enredaron hace
mucho unas cuantas hiedras secas y mis clavículas tienen marcas de
arañazos por un puñado de espinas. Entre un abrir y cerrar de
pálidas mandíbulas, el vacío emocional en cada carcajada al que
siempre temí caer. Y una columna cuyas vértebras están alineadas
tratando que todo este disfórico conjunto óseo caiga en el más
puro desorden.
Huesos que no lloran, porque el esqueleto es la
estructura más rígida del ser humano y eso implica la ausencia de
glándulas lagrimales, pero están teñidos de una soledad anatómica
que no es del todo mala, mas de vez en cuando hace que se encojan y
se desmenucen en un rincón, aunque con el tiempo vuelven a soldarse.
Un esqueleto que se torna un poco más grisáceo cada día, hasta que
se desgaste y sea tan viejo que lo que ahora se ve inquebrantable se
astille por el empuje gradual de la pesadumbre.
Huesos fríos, llenos
de cavidades y recovecos oscuros, corroídos en su propia blancura
inerte.
Y ante el inevitable desconcierto quedarán como escombros de
lo que un día fueron, de lo que un día quedó dentro, el secreto que
guardan.
Quiere a tus huesos, porque irán donde
tú vayas, estarán donde tú estés, pasarán por lo que tú pases,
durante toda tu vida. Incluso tras la muerte, engullidos bajo tierra
o reducidos a cenizas.
Es a lo único a lo que te podrás agarrar en
tu interior cuando todo fuera esté hecho un caos.