sábado, 27 de abril de 2013

My lovely bones


Es como andar por la calle y sentir que no estás viva, como si tu alma (si es que existe) y tu cuerpo fueran por diferentes caminos. 
No sé si me explico.
Si lo importante es el interior, sólo encontrarás huesos que son el soporte de un cuerpo, famélico de tantas quimeras y ya sediento de tantas de aspiraciones inaccesibles.
En mis costillas ya se enredaron hace mucho unas cuantas hiedras secas y mis clavículas tienen marcas de arañazos por un puñado de espinas. Entre un abrir y cerrar de pálidas mandíbulas, el vacío emocional en cada carcajada al que siempre temí caer. Y una columna cuyas vértebras están alineadas tratando que todo este disfórico conjunto óseo caiga en el más puro desorden. 
Huesos que no lloran, porque el esqueleto es la estructura más rígida del ser humano y eso implica la ausencia de glándulas lagrimales, pero están teñidos de una soledad anatómica que no es del todo mala, mas de vez en cuando hace que se encojan y se desmenucen en un rincón, aunque con el tiempo vuelven a soldarse.
Un esqueleto que se torna un poco más grisáceo cada día, hasta que se desgaste y sea tan viejo que lo que ahora se ve inquebrantable se astille por el empuje gradual de la pesadumbre.
 Huesos fríos, llenos de cavidades y recovecos oscuros, corroídos en su propia blancura inerte. 
Y ante el inevitable desconcierto quedarán como escombros de lo que un día fueron, de lo que un día quedó dentro, el secreto que guardan.
Quiere a tus huesos, porque irán donde tú vayas, estarán donde tú estés, pasarán por lo que tú pases, durante toda tu vida. Incluso tras la muerte, engullidos bajo tierra o reducidos a cenizas. 
Es a lo único a lo que te podrás agarrar en tu interior cuando todo fuera esté hecho un caos.